Habiendo quedado huérfano de padre a muy temprana edad, su madre lo envió a Quito donde realizó casi todos sus estudios. Posteriormente se estableció en la ciudad de Guayaquil donde se dedicó con laboriosidad, honestidad y constancia a desarrollar diversas actividades comerciales a base de las cuales pudo reunir una regular fortuna.
Era hermano de madre de los héroes liberales Pedro, Carlos, José María y Clemente Concha Torres, y al conocer que este último había muerto el 6 de junio de 1882, combatiendo a la dictadura del Gral. Ignacio de Veintemilla, liquidó su negocio y con el dinero producto del mismo viajó a Panamá y se incorporó bajo las órdenes del Gral. Eloy Alfaro, a quien ofreció todo su dinero para la compra de armamentos con que respaldar los movimientos revolucionarios.Durante la segunda quincena de noviembre, presentóseme el joven Luis Vargas Torres, procedente de Guayaquil, y me ofreció sus servicios personales y algunos miles de pesos que había traído para comprar armamento y abrir operaciones sobre Esmeraldas» (Eloy Alfaro.- Narraciones Históricas, p. 92).
El 27 de noviembre volvió al Ecuador acompañado del Crnel. José Martínez , Medardo Alfaro, José Gabriel Moncayo y otros liberales, trayendo cerca de 200 rifles y gran cantidad de municiones con las que desembarcaron en las costas de Esmeraldas, y luego de organizar una pequeña fuerza de voluntarios marcharon sobre la capital de la provincia que estaba resguardada por una fuerza aproximada de 300 elementos del ejército de Veintemilla.
La ciudad fue atacada el 16 de enero de 1883, y luego de varias escaramuzas y enfrentamientos los revolucionarios pudieron por fin hacer huir a los gobiernistas, que comandados por el Crnel. Camba abordaron el vapor «Huacho» -que se hallaba fondeado en la bahía- y partieron hacia Manta. Inmediatamente envió un mensaje a Panamá en el que le comunicaba a Alfaro el éxito obtenido.Al conocer la noticia de su triunfo, Alfaro se vino a Esmeraldas donde llegó el 2 de febrero y al día siguiente fue nombrado Jefe Supremo de Esmeraldas y Manabí. Ya por ese entonces había estallado en todo el país el movimiento de la Restauración, y a los pocos días, luego de tomarse las dos provincias, las fuerzas alfaristas se prepararon para marchar sobre Guayaquil, donde Veintemilla se había hecho fuerte.
Alfaro organizó su ejército en dos divisiones, una de la cuales puso bajo las órdenes de Vargas Torres, que se ubicó al noroeste de la ciudad para evitar que las tropas del dictador pudieran avanzar por el estero Salado, y el 9 de julio tuvo lucida y valerosa actuación en el asalto y toma de la ciudad, que terminó con la dictadura veintemillista.
Como resultado de esa campaña recibió el grado de Coronel, que le fue reconocido por Alfaro el 6 de agosto de ese mismo año.
Al poco tiempo asistió como Diputado por la provincia de Esmeraldas a la Convención que convocada por el Presidente de la República, Dr. José María Plácido Caamaño, se reunió en Quito desde el 11 de octubre hasta el 26 de abril de 1884, y en ella defendió con energía los principios liberales, a pesar de que la Asamblea era dominada abrumadoramente por la mayoría conservadora.
Al terminar la Convención y con los dineros que le fueron reintegrados de sus inversiones hechas durante la campaña de 1883, el 5 de septiembre se embarcó nuevamente con destino a Panamá en busca del Gral. Alfaro. Ofreció entonces -una vez más- su generoso aporte económico con el que se pudo adquirir el buque Alajuela para luchar contra el gobierno de Caamaño. La nave fue puesta bajo el mando del Cmdt. Andrés Marín, pero la suerte fue adversa para los revolucionarios que fueron derrotados entre el 5 y el 6 de diciembre en el Combate Naval de Jaramijó, luego del cual tuvo que refugiarse en Lima, donde publicó su opúsculo «La Revolución del 15 de Noviembre de 1884».
El 6 de marzo de 1886 el Gral. Alfaro se trasladó a Lima junto a otros líderes liberales para establecer en dicha ciudad un centro de actividad revolucionaria, y a mediados de año Vargas Torres pasó a Paita, en la costa norte del Perú, donde organizó una nueva expedición para atacar al gobierno de Caamaño por el interior -desde el sur-, mientras Alfaro expedicionaría por la costa.
El 28 de noviembre ya había entrado en Catacocha donde lanzó una proclama firmada por los pobladores desconociendo al gobierno constitucional, y el 2 de diciembre, luego de un combate muy cruento -pero en el que hizo lujo de sentimientos humanitarios- se preparó para avanzar hacia Cuenca. A los pocos días se produjo el contraataque gobiernista conducido por el Gral. Antonio Vega Muñoz, y luego de una heroica resistencia, cuando ya se había disparado el último cartucho, dando ejemplo de verdadero coraje y decisión saltó sobre las trincheras machete en mano, y seguido de sus hombres enfrentó cuerpo a cuerpo a sus contrarios, hasta que abrumados por el número fueron derrotados y tomados prisioneros, no en retirada sino en el campo de la lucha, defendiendo sus posiciones.
«Este acontecimiento, que parece de no mayor importancia, cobra gran trascendencia por tratarse de la prisión de uno de los más valiosos y temidos elementos alfaristas. El triunfo de las fuerzas gobiernistas es claro y ochenta prisioneros, entre ellos el cabecilla de la revolución, Luis Vargas Torres, son conducidos a Cuenca por un Consejo de Guerra. Un pundonoroso militar se encuentra interinamente con el carácter de Comandante General del Distrito, en reemplazo de Vega, el coronel Alberto Muñoz Vernaza, primer jefe del batallón 3, Azuay. Difíciles momentos para el coronel Muñoz, pues el Consejo de Guerra condena a la pena capital a los principales cabecillas insurrectos: Coronel Vargas Torres (de Esmeraldas); los tenientes coroneles Filomeno Pesantez (de Santa Rosa, El Oro), Pedro José Cavero (lojano) y Jacinto Nevárez (manabita) y a los sargentos mayores Manuel M. Piñeiros (guayaquileño) y Rafael Palacios (esmeraldeño). El 2 de marzo la sentencia fue confirmada por el voto de la mayoría del Consejo de Estado. Los sentenciados fueron conmutados, menos Vargas Torres, a quien el gobierno no indultó, alegando que el revolucionario no lo había solicitado» (Víctor Manuel Albornoz).
La víspera de su fusilamiento logró escapar de la prisión, «…No iba contento. Vacilaba un tanto. Atravesó una calle. De súbito, se detuvo. No, así, sin los compañeros, sin los subalternos, no se marcharía. En ellos cobrarían su evasión. Regresó, sin parar en las razones de los amigos. Al oficial que le facilitara la fuga le pidió que huyera con él, dejando salir a todos sus camaradas. Y como no lo lograra, entró a la celda y él mismo avisó para que le colocaran nuevamente los grillos» (Alfredo Pareja Diezcanseco.- La Hoguera Bárbara, p. 137).
Esa noche, encerrado en su calabozo, mientras esperaba la llegada del nuevo día, en que sería ejecutado, escribió a su madre su última carta.
Muy temprano en la mañana fue sacado de su celda y en fúnebre procesión atravesó la calle. Elegantemente vestido de negro, limpio el rostro y la mirada altiva, erguido, orgulloso, con esa dignidad que tienen los hombres verdaderos en los instantes supremos. Tras las rejas de la prisión, sus camaradas, aún prisioneros, obligados a presenciar la ejecución, lloraban viendo los últimos momentos de ese hombre que prefirió dar su propia vida por salvar la de ellos.
El oficial al mando del piquete de soldados, señalando con su espada le indicó el lugar donde debía «ponerse de rodillas y de espaldas»: ¿Yo, arrodillarme…? -exclamó con la voz temblando de cólera e indignación-. El fuego se recibe de frente.
Quiso entonces el oficial poner una venda en los ojos de la víctima, lo cual también fue rechazado por el héroe que firme sobre sus pies, sin buscar punto de apoyo, levantó el pecho y miró intensamente a sus verdugos…
Después de la descarga, un sargento se acercó al cuerpo moribundo, y le disparó un balazo de gracia.
Así, de esa manera, en la mañana del 20 de marzo de 1887 fue fusilado el valiente Crnel. Luis Vargas Torres, ante los ojos espantados de una multitud que se apretujaba en la esquina de la plaza Mayor, «con la curiosidad imbécil de un pueblo ávido de emociones» (Frase de Manuel de J. Calle, testigo presencial del crimen, citada por Jorge Pérez Concha en su obra «Vargas Torres»).